EL CONTRAPUNTO

Orgullo del legado español

Digo Aragón, y no otros inventos recientes, pues aragonés era el soberano del reino, uno de cuyos condados era el de Barcelona

Isabel San Sebastián
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Narración por un asistente de voz

Aunque aquí sean el propio Gobierno y sus socios quienes se afanan en destruir el formidable patrimonio histórico, cultural y lingüístico que constituye la argamasa de la nación, en cuanto se traspasan las fronteras salta a la vista la impronta de una peripecia secular compartida ... merecedora de un profundo orgullo. Orgullo de lo que fuimos, construimos y significamos. Orgullo de un legado que habita en el alma de todas las tierras que un día formaron parte de España.

He regresado a Sicilia, a donde viajé hace años siguiendo los pasos de Pedro III de Aragón y su esposa, Constanza, protagonistas de una de las múltiples aventuras legendarias que hacen de nuestro pasado una fuente de inspiración inagotable para una escritora aficionada a la historia. He vuelto a recorrer los escenarios que descubrí entonces y encontrado, intactas, las huellas del tiempo en el que esa isla feraz formó parte de la corona aragonesa primero, española después, no como consecuencia de una conquista, sino a petición del pueblo siciliano, que se alzó en armas contra los franceses en el célebre episodio de las Vísperas (1282) y escogió por soberana legítima a una hija de Sicilia casada con un rey de Aragón. Digo bien Aragón, y no otros inventos recientes, pues aragonés era el trono que ocupaba a la sazón el hijo de Jaime el Conquistador, soberano de un reino en plena expansión, uno de cuyos condados era el de Barcelona. He contemplado, embelesada, el águila bicéfala, escudo imperial de Carlos V, labrada en pan de oro en el centro del impresionante artesonado de la catedral de Agrigento, la ciudad de los templos griegos, crisol de la civilización mediterránea. He oído hablar siciliano, al que allí llaman 'dialecto' aunque difiera más del italiano de lo que casi todas las lenguas autonómicas lo hacen del español, y encontrado en su vocabulario abundantes reminiscencias de nuestro idioma. He saboreado los tomates que los españoles trajimos de América, convertidos por los cocineros sicilianos en piedra angular de su gastronómica. He asistido en respetuoso silencio a la procesión que se celebra el día de Viernes Santo en Taormina, donde decenas de mujeres enlutadas, luciendo mantillas negras, acompañan a la Dolorosa en el duelo por su Hijo, cumpliendo una tradición idéntica a la que inspira las celebraciones que tienen lugar aquí.

Al visitar de nuevo esa preciosa isla no he dejado de sentirme en casa, porque España vive en Sicilia tanto como Sicilia en España. Con una diferencia importante, eso sí. Allí nadie reniega de Italia ni reivindica a la Mafia. A diferencia de lo que sucedía hace dos décadas, ni siquiera aparece mencionada en los 'souvenirs' para turistas. Y en el Jardín de los Justos, situado a los pies del templo de Juno, dos sencillas placas honran a los jueces Falcone y Borsellino, asesinados por sus sicarios.

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